Perder el tiempo es triste. Perder el tiempo intentando hacer el bien es trágico. Más trágica aún es la inundación que devastó mi ciudad, Valencia; con casas, comercios y calles cubiertos de metros de barro. Los damnificados necesitaban ayuda urgente, y cuando se hizo evidente que las autoridades no la proporcionaría con rapidez, decidí intervenir y me uní a un grupo de amigos que habían seguido un razonamiento similar. No había tiempo que perder.
Se había perdido mucho tiempo de forma sistémica. Décadas de planificación urbanística descabellada situaron urbanizaciones en llanuras aluviales sin apenas defensas contra inundaciones. La disolución de la Unidad Valenciana de Emergencias el año anterior a la catástrofe paralizó la capacidad de respuesta de la región. Mientras tanto, Protección Civil (encargada de coordinar los esfuerzos locales de socorro) apenas se movilizó. El gobierno regional retrasó la intervención de la Unidad Militar de Emergencias (unidad militar española especializada en respuesta a catástrofes) y del Mecanismo de Protección Civil de la UE en las dos primeras semanas. Estos fallos sistémicos dejaron a miles de víctimas de las inundaciones dependiendo inicialmente de esfuerzos voluntarios improvisados como el nuestro.
Nos pusimos en contacto con ONG y con las administraciones, pero nos rechazaron por exceso de voluntarios. Incluso en un refugio de animales, todos los puestos estaban llenos. Al unirnos a la iniciativa oficial de voluntarios, la encontramos desbordada con miles de personas como nosotros, y horas más tarde anunciaron que «no se necesitaba más ayuda».
La coordinación online fue caótica, con una avalancha de mensajes de grupos de WhatsApp y una serie de plataformas de voluntariado creadas en el espacio de una semana, ninguna de las cuales estaba en condiciones de canalizar nuestra oferta de ayuda. Delegar la solidaridad a través de donaciones no era aceptable dada la desconfianza tanto en pequeñas ONG desconocidas hasta entonces y sin auditorías como en otras más grandes y conocidas con costos operativos cuestionables. Además, estaba la proximidad de la crisis: si la casa de tu vecino está ardiendo, tu primer instinto no es donar a una ONG para víctimas de quemaduras. Esto estaba ocurriendo a gente que conocíamos, y la acción directa surgió como la mejor opción.
Así que fuimos a las zonas afectadas, ofreciendo ayuda.
Al llegar, ofrecemos nuestra ayuda a los de uniforme y a algunos residentes, pero nuestra propuesta es rechazada. Así que intentamos unirnos a una de las muchas brigadas de voluntarios ocupadas en vaciar las viviendas de la planta baja que tenían su contenido cubierto de barro. Formamos una cadena humana y nos damos cuenta de que estamos separados por unos 30 cm, lo que hace obvio que muchos voluntarios de la cadena son redundantes.
Se nos pide que saquemos el barro de delante de la vivienda. Nadie nos dice dónde, así que lo paleamos a otra parte de la calle. Nos dicen que no lo pongamos en esta parte de la calle porque impide el acceso a los servicios de emergencia, así que lo paleamos hasta un jardín público. Nos dicen que esto matará a los árboles, así que lo paleamos al alcantarillado. Nos dicen que bloqueará el alcantarillado al solidificarse el barro. (Vemos por qué parte de ello tuvo como destino a Su Majestad el Rey Felipe VI cuando vino a visitar la zona). Habiendo sacado/trasladado el barro, reanudamos el deambular.
Nuestra ayuda es rechazada por ocho residentes cubiertos de barro, gente de uniforme y trabajadores de restaurantes. Por casualidad, entramos en un Ayuntamiento con delante un mostrador que dice “Voluntarios”, nos dirigen a un centro de voluntariado improvisado en una escuela y nos encargan llevar provisiones a un grupo de ancianos de la zona.
Ese día, menos de un cuarto de nuestras horas se empleó de manera productiva.
Al día siguiente, llevamos una hidrolimpiadora, con la esperanza de que multiplicara nuestros esfuerzos en la casa de una víctima concreta. Llegamos a la casa de la víctima concreta sólo para encontrar otra brigada ya trabajando.
De nuevo deambulamos por las calles embarradas ofreciendo ayuda, esta vez con nuestra hidrolimpiadora reluciente. Un señor nos agarra del brazo y nos pide que le ayudemos a limpiar su casa. Resulta ser un bar, cubierto de barro. Aceptamos su propuesta. Dos trabajadores del bar nos ayudan mientras el señor mira tranquilamente. Entonces nos enteramos de que este buen señor alquila el bar a los trabajadores del bar, y lo más probable es que hubiera podido pagarse una empresa de limpieza.
De nuevo nos paseamos ofreciendo ayuda con nuestra hidrolimpiadora satinada. Llamamos a filas de puertas. Muchas casas han quedado relativamente más limpias entre ayer y hoy. Preguntamos a los uniformados dónde ir, no saben. Finalmente encontramos clientes contentos y pasamos una hora limpiando la entrada de un edificio.
Ese día, menos de un tercio de nuestras horas se empleó de manera productiva.
Al día siguiente nos desplazamos a otra zona, empuñando nuestra hidrolimpiadora enmugrecida. Llegamos y descubrimos que ya hay cinco hidrolimpiadoras funcionando en cada bloque. Esta zona es más pudiente de lo que imaginábamos. Vamos en busca de una zona menos próspera, y finalmente encontramos la casa de una abuela que necesita un lavado, pero sus siete nietos ya están allí y nuestras manos son evidentemente superfluas. Les dejamos la hidrolimpiadora y nos vamos a comer.
Ese día, menos de un quinto de nuestras horas se empleó de manera productiva.
A la desdichada trayectoria de destrucción de la inundación se superpuso la tragedia del despilfarro de la solidaridad. Nuestra experiencia no fue única: los esfuerzos de muchos voluntarios fueron redundantes o mal dirigidos: paleando barro sin rumbo, uniéndose a brigadas abarrotadas o trabajando en lugares donde menos personas podrían haber realizado la misma tarea. A menudo llegamos allí donde ya se prestaba ayuda, donde las víctimas podían haberse costeado profesionales, o donde el impacto de nuestro trabajo era mínimo en relación con las necesidades no atendidas en otros lugares. El exceso de buena voluntad se convertía trágicamente en un déficit de impacto.
Fue bello y trágico, como cuidar una huerta en una zona de guerra.
La inundación se había llevado coches, muebles e ilusiones. Principalmente ilusiones de que el gobierno está aquí para ayudar cuando más importa, pero también ilusiones de que la buena voluntad por sí sola es útil, de que la tecnología (o algún otro tipo de conciencia humana universal) puede coordinarnos a todos en momentos de máxima necesidad. Los que marchamos espontáneamente hacia el fango desconocido lo hicimos ondeando la bandera improvisada del Anarquismo Humanitario, pero volvimos caminando sólo con el mástil y una recomendación sobre dónde insertarlo.
Proclamamos sols el poble salva el poble («sólo el pueblo salva al pueblo»), pero nos encontramos con que el propio poble embarrado nos decía reiteradamente que no necesitaba ayuda, pintando un cuadro vívido de cómo prosperaba la disfunción. Evolucionó hasta convertirse en una estampa (publicada docenas de veces) de un sujeto que declina ayuda mientras está parado en medio de un charco de barro que se extiende por medio pueblo arrasado. Es obvio que se necesita ayuda, pero algún otro Benefactor Con Una Pala se te adelantó. Hay más por hacer, pero ahora mismo el poble no sabe qué hacer con tu pala, ni cómo asignar (y mucho menos optimizar) tu tiempo y energía, porque el poble es una masa amorfa de sufrimiento, no un Coordinador de Asistencia Humanitaria de Emergencia.
Así que con un corazón sangrante, te unís a otros trece Héroes que limpian el barro, sin parar a reflexionar sobre cuán redundante es vuestro esfuerzo colectivo. De hecho, tu brigada podría ser sustituida por un solo Emisario del Bien con la maquinaria adecuada.
Hasta los Ángeles que nunca se preguntaron si las casas que limpiaban estaban cubiertas por un seguro contra inundaciones; los Buenos Samaritanos que arrastraron barro de un extremo a otro de una calle sin plantearse si unas escobas más anchas o un tractor habrían reducido a la mitad el esfuerzo; los Altruistas que palearon el barro de un sótano aunque sus cimientos dañados ya no se podían salvar - todos debieron darse cuenta de que, al contar con las herramientas y la coordinación adecuadas, menos de la mitad de sus filas podría haber conseguido los mismos resultados, permitiendo a los otros ser más útiles a víctimas más lejanas con necesidades desatendidas.
El ingeniero que llevo en mí se retuerce ante la ineficacia del sistema. Incluso lanza imputaciones. Que actué bajo el engaño de la Solidaridad™. Que la Solidaridad™ no puede ser simplemente el acto de presentarse. Que la Solidaridad™ consiste en garantizar que la propia presencia tenga un propósito, que la compasión se traduzca en ayuda real y cuantificable, que sea todo menos un desperdicio. La ineficacia socava la confianza y la intención mismas del voluntariado. Cuando el dispositivo de voluntariado vacila, también vacila la promesa emocional de la Solidaridad™. Todo esto ha sido un fracaso logístico, por lo tanto es un fracaso emocional.
Cierne el perenne vituperio cínico: muchos, si no la mayoría, de los Protectores De Los Vulnerables en esas brigadas ridículamente abarrotadas estaban allí por interés propio, para mitigar su culpa, para sentir que importaban, para tener una historia que contar y un selfie que compartir. El clásico turismo de catástrofes. Una operación de socorro que alivia tanto a las víctimas como a los voluntarios. Altruismo camuflando vanidad.
Pero elevémonos por encima de estas aguas turbias. La causa fundamental del desperdicio de esfuerzos fue la anarquía; la falta de coordinación y liderazgo eficaces. Pienso que los treinta mil voluntarios que se presentaron tenían el potencial necesario para limpiar el barro, eliminar los escombros, reconstruir infraestructuras esenciales para hogares y empresas y proporcionar un apoyo psicológico significativo. El poder estaba ahí, sólo necesitaba orientación. No se puede esperar que treinta mil desconocidos sin formación actúen como la Unidad Militar de Emergencias; más bien se espera que actúen a las órdenes de ésta. O, para el caso, a las órdenes de una ONG, alimentada por donantes más confiados.
El tropelero del Turia que llevo en mí replica que esto no era un proyecto de ingeniería. Claro que la productividad era elusiva, pero no se trataba de maximizar los indicadores clave de rendimiento, optimizar eficiencia o alinear resultados con objetivos estratégicos. No se trataba de montar una máquina, sino de fortalecer el tejido comunitario. Se trataba de hacer una afirmación consciente de la comunidad auténtica, de mostrar a mis vecinos valencianos que yo estaba allí por ellos, física, espiritual y literalmente.
Esto fue especialmente importante en las semanas que siguieron a las inundaciones, cuando las autoridades demoraron el despliegue de una ayuda sustancial e incluso impidió que otras organizaciones intervinieran. Durante esas primeras semanas decisivas, la mayoría de las víctimas pudieron recurrir a voluntarios como yo, procedentes del otro lado del puente. Si bien mi pala no era tan eficaz como la de un tractor, en aquellos primeros días los tractores no estaban allí; yo sí e hice una parte del trabajo.
Las inundaciones nos recordaron que la comunidad no es sólo un concepto abstracto; es una actuación en vivo, en la que uno (como salvador o como cínico) ocupa su lugar, pala en mano, junto a los vecinos, por muy improvisado, desordenado o ineficaz que sea el proceso. Actuar juntos, incluso de forma imperfecta, es mucho mejor que dejar el escenario vacío. Pero el siguiente acto requiere un guion mejor, que genere resiliencia mucho antes de que se levante el telón del desastre y los focos inunden la escena.